FRENTE AL MAR

A veces me cuesta imaginarme la definición de nada. Sin embargo, eso fue lo que hicimos durante los tres días que estuvimos en Paracas. De hecho, ni siquiera llegamos a Paracas. Silvio, el señor de 70 años que nos hospedó, vivía con su mamá, una abuela de casi 90 años, en un complejo de unas pocas viviendas frente al mar, unos 15 minutos en auto antes del pueblo pesquero.

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Llegamos a su casa un sábado a las tres de la tarde, después de casualmente causalmente encontrárnoslo en el minibus que nos llevaba de Pisco a Paracas. Olga, su mamá, lo estaba esperando con la mesa lista para almorzar. Al verlo llegar con nosotras, enseguida agregó dos platos a la mesa, y compartimos los cinco (Joa y yo, Silvio, su madre y su hijo José) el almuerzo: sopa de entrada (infaltable en las mesas peruanas) y tallarines salteados de segundo. Y después del almuerzo, hicimos lo que hubiera hecho cualquier: sentarnos a mirar el mar que estaba a sólo treinta metros.

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Esa tarde fuimos a Paracas, al pueblito, a dar una vuelta. Después de ir al único mercadito del lugar a comprar provisiones, fuimos a la playa, y aunque era más sucia de lo que nos esperábamos y de la que teníamos frente a nuestro hogar temporario (afortunadamente, había gente limpiando), el atardecer fue como hacía mucho no veía uno: brillante. El sol no lo veíamos caer, pero los rayos se reflejaban en las nubes y el cielo iba de naranja a amarillo a rosado a violeta. Y el agua se encargaba de duplicar el reflejo.

Los dos días siguientes se escurrieron sin darnos cuenta. De hecho, hasta me cuesta encontrar palabras para describir esos días. Suelo ser muy inquieta y necesitar siempre estar haciendo algo (así sea en posición lagarto tirada leyendo o sentada por horas escribiendo), y me suele costar relajarme y disfrutar el hecho de estar sin hacer nada en particular todo un día, y no sentirme a la vez que no estoy haciendo nada y sólo estoy mirando el mar ir y venir.

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Pero después freno, y pienso: ¿Cómo es posible decir que no hicimos nada si salimos a caminar por la orilla recolectando erizos de mar, ostras y caracoles, ayudamos a la abuela en la cocina, nos dedicamos a ver el mar y el sol desaparecer detrás de los barcos y la neblina? ¿Por qué pensar que compartir desayuno, almuerzo y lonche -esa comida que es merienda pero tan tarde como para ser casi cena- hablando con la abuela es hacer nada? ¿Por qué catalogar como “nada” un día si hice yoga en la playa en la mañana, leí y escribí en las tardes, y me despedí del mar en la noche antes de irme a acostar relajada?

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Y además, el mar tiene un efecto hipnotizante en mí: puedo ser capaz de quedarme mirándolo y mirándolo, con las olas ir y venir, sintiendo la brisa golpear en la cara, viendo las gaviotas cruzar el cielo, oliendo a agua y a sal. El mar, junto con los paisajes que pasan por la ventanilla de un bus o de un auto, son las únicas cosas que me hacen sentir así, hipnotizada, que me hacen meterme para adentro y pensar. O ni siquiera pensar, y sólo dejarme atrapar por el paisaje y su vaivén silencioso.

Además, en un lugar donde sólo hay mar, el efecto es casi somnífero: aunque me haya despertado sola y sin sueño, después del desayuno puedo volver a caer dormida tirada en la hamaca paraguaya, y después del almuerzo me vuelven a pesar los párpados leyendo un libro. A la noche, las diez son ya la hora ideal para irse a descansar.

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Y al final del día, cada noche me fui a acostar pensando que el día fue largo, que quedaron historias para contar, cosas por hacer y más por compartir. No hacer nada no significa precisamente que nada haya pasado.

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